La
corrección política, que a veces es un fastidio, ha determinado que el nombre
del premio otorgado anualmente por el Sindicato de Directores de los Estados
Unidos deje de llamarse David Wark Griffith, como una forma de condenar al
cineasta por su racismo, ampliamente exhibido en una película monumental
llamada El nacimiento de una nación, una crónica de la Guerra de Secesión contemplada
desde una perspectiva sudista en la que al final los héroes del día eran los
Caballeros del Ku-Klux-Klan.
Por
supuesto, si hubiera que borrar de los libros y las calles los nombres de los
próceres de muchos lados que apoyaron o toleraron la esclavitud (lista que
incluye desde George Washington a José Artigas) habría que borrar a demasiada
gente, y los muchachos del sindicato ignoran en todo caso que Griffith también fue
el director de Pimpollos rotos, una de las primeras historias de amor
interraciales del cine, lo que prueba que por lo menos era un tipo complejo. El
recuerdo de Griffith en esta programación tiene de todos modos otro
significado: en 2015 se cumplieron los cien años del estreno de El nacimiento
de una nación, y ese día el cine dio un paso gigantesco.
Los
Lumiére habían inventado el aparato. Mélies y otros supieron usarlo como
herramienta para ingenuos espectáculos de feria. Los norteamericanos, empezando
por Porter, propusieron los rudimentos de un lenguaje. Pero fue Griffith, en
varios centenares de cortos, quien desarrolló prácticamente todos los elementos
de ese lenguaje: movimientos de cámara, variación de planos y ángulos, montaje alterno,
hasta variantes del formato de pantalla mediante barras negras horizontales y
verticales. Todos esos elementos culminan en El nacimiento de una nación, película
con la que, básicamente, nace también el arte del cine. Stanley Kubrick lo dijo
alguna vez. “Él lo hizo todo. Despuès de Griffith, nadie inventó nada”.
El
film se exhibe en Sala Dos junto con la otra ópera magna de Griffith, Intolerancia,
que amplió los experimentos de Griffith con el lenguaje y dio lugar a un
divulgado chiste de que probaba que las dos cosas que el cineasta detestaba más
en el mundo eran la intolerancia y los negros.